Julian ejercía en mí un efecto
perfecto, al verlo amoroso y tranquilo olvidaba cualquier discusión,
hacía a un lado todos los llamados de alerta. Y podía engañar a mis padres, a
mis amistades, fingiendo vivir un matrimonio perfecto...pero, en la privacidad
del hogar, en la cotidianidad, aquél caballero dulce con el que caminaba de la
mano se convertía en mi verdugo, y debía de obedecer y cumplir sus caprichos,
tan sólo para tener un poco de su amor.
Se lo que vas a decirme, que siempre supe
que él no me amaba, sí, él mismo me lo dijo con sus propias palabras, pero
tenía la esperanza de que un amor tan grande como el mío lograría salvar
nuestro matrimonio, un matrimonio sin amor de parte de él, pero había noches,
pocas, en que nacía en mi la esperanza de ser correspondida, noches que
seducían mi alma haciéndome estremecer de un
divino placer, entonces, las mañanas distantes, los desprecios
constantes, no importaban si al final del día habría una noche, si, por una noche de amor, podría vivir mil mañanas de
dolor.
¿Cómo esquiva una joven ingenua
y romántica esas trampas del corazón…?
Mi verdugo además de atractivo era
indudablemente muy astuto. Lo amaba tanto que creía ciegamente en él y si me decía que el sol era verde, créeme, el sol
era verde. Así que convencida de mí ineptitud para administrar era él quien se
encargaba de las finanzas de la casa. Mi cheque sólo llegaba a mis manos para
endosarlo y se iba directamente a su cuenta bancaria. Trabajaba arduamente pero mis ojos no veían un centavo. Me vestía
y calzaba con la mesada que mi padre desde siempre hacía llegar religiosamente a mi cuenta. Si,
y aun así, en mí no había desconfianza o malicia, creía fervientemente que con
mi gran amor podríamos ser felices los dos.
La abuela en mi adolescencia, cuando me
hablaba del abuelo, de ese gran amor que había existido entre ellos sin querer me había llenado de la
idea del único y verdadero amor, de que si existía y de que algún día yo
también lo tendría.
“Que por amor debía darse la
vida misma” y que…
“El amor verdadero… todo lo
perdonaba”.
Me entregaba con ilusión a mi
trabajo porque era el único lugar donde me sentía querida, los niños con sus
besos de mediodía, con sus alegrías llenaban mis mañanas, pero al llegar a
casa una enorme nube gris empezaba a cubrir mi vida, aunque me esmerase en hacerla desaparecer. La gran
comunicación que tenía con mi madre, aquél vinculo casi desaparecía, yo rehuía
su plática, tenía miedo a que mi farsa, ése mundo de felicidad que había creado al exterior al empezar a hablar
con ella se desmoronara.
Llegué a pensar
ESTO ME TOCÓ VIVIR Y DEBO ACEPTAR MI DESTINO
Cuando llegaba a ver una luz de
esperanza, ése deseo de escapar, de
hablar, de gritar, desaparecía cuando mi verdugo me llevaba a su reino, ése
mundo en el que con su voz de terciopelo me decía que a pesar de mis torpezas e
ineptitudes, de ser un fracaso como mujer, él me amaba y yo, así lo creía.